Depurado de discrepancias visuales y acústicas, el carácter silencioso e impoluto del espacio de arte se integra en el imaginario topológico de un templo secular. Resguardado del caos, el alboroto y la violencia del mundo exterior, la galería deviene un remoto y abstracto eco de todo aquel bullicio, filtrado higiénicamente por conceptos literalmente inofensivos. El cubo blanco, o la institución que representa, se compone de “características arquitectónicas aparentemente benignas (…), mecanismos codificados que disocian activamente el espacio de arte del mundo exterior, afianzando así el imperativo idealista de la institución de hacer de sí misma y de su jerarquización de valores realidades ‘objetivas’, ‘desinteresadas’ y ‘verdaderas’”1. Nada se debe tocar, todo se debe idolatrar.
Carlos Martiel ha integrado en su cuerpo de obra la turbación simbólica de los espacios en los que presenta sus performances; la mayoría de éstas de sitio específico e intrínsecamente ligadas al contexto geográfico, cultural y político en el que se presentan, ya que el artista nunca repite la misma pieza. El propio cuerpo de Martiel suele ser el eje de todas sus acciones: el punto en el que se condensa la tensión, el conflicto y la humanidad inherentes que su práctica abarca en toda su crudeza terrenal. En su trabajo, el cuerpo se encuentra siempre en un espacio liminal de dificultad, sometimiento o presión, en el cual la integridad física del hombre, y no únicamente la del artista, se ve también comprometida. Martiel fragmenta y reconstruye su corporalidad según el propósito de su acción, pasando de ser un sedimento sin cara de las calles de Los Ángeles a un antimonumento esposado en el vestíbulo de un museo neoyorquino. Su pecho se torna en el lienzo en el que clava sucesivamente las medallas militares de su padre otorgadas por el gobierno cubano, su cabeza un vestigio antropológico expoliado ofrecido a la mirada de Occidente en una vitrina museística, sus venas un charco de sangre que se mezcla con la sal de las olas que rompen con el malecón de La Habana.
En Calibre, Martiel trastorna el santuario falacioso del espacio de arte y lo quebranta sin reparo: la galería ya no es el sitio en el que se olvida el cuerpo, sino el contexto en el que la integridad del mismo es violada bajo nuestro amparo pasivo y colectivo. En esta realidad salvajemente iconoclasta, todo puede suceder: las reliquias y escrituras son transgredidas, las normas de conducta son ultrajadas y el tipo que tienes al lado, con su aire inocente y su tote bag de Mubi, puede ser para ti lo que el lobo fue para Hobbes. El pistolero que asalta al artista en esta breve acción no tiene cara; o más bien, las tiene todas. Calibre nos apremia a considerar que nuestra mirada es, en su estado bruto y puro, y antes de que intervenga cualquier reacción lo que es visto motivada por instinto subjetivo o ética levinasiana, la prístina e impasible cómplice del masacre rutinario que sostenemos todes, juntes, unides. La mirada es el gatillo tácito y primitivo, el disparo en devenir.
Para su tercer performance en la Ciudad de México, el artista opera un desdoblamiento de su propio cuerpo, contraponiendo su materialidad orgánica con la del mármol tallado en su pieza Amarillismo (2024) al otro extremo de la sala. Una piedra noble profa- nada por balas y expuesta, impúdica, a nuestra mirada. Así las carcasas grotescas de aquel pobre diablo sin nombre en las mórbidas notas rojas que parapetan los quioscos de prensa de nuestros necro-Estados. ¿Será que en la desgracia cotidiana y aleatoria de esos infelices nos espera una “catarsis elemental” ante la conversión de “la tragedia en espectáculo”2, en las palabras de Monsiváis? Sería dar fe del poder absolvedor de la abyección, y resistir heróicamente a la tentación clasista de despreciar la prensa amarillista como el circo del vulgo. Pero la abyección salpica. Y, sacrílega, se desparrama también en la sacrosanta galería. “La crueldad de algunas obras (…) puede partir de una cierta crueldad hacía sí misme, pero esa crueldad rápidamente se derrama en el espectador. Les artistas ya no se contentan de mirar hacia la cámara y de preguntarnos ‘¿Por qué sigues mirando?’ sino que nos cuestionan: ‘¿Cómo vas a participar en esto?’”3. La catarsis definitiva, la que nos redime y nos condena a la vez, quizás es la realización de que la experiencia catártica es y siempre fue un desgastado mito silogístico. Como la violencia, “cuando el arte funciona mejor”, afirma la crítica cultural Maggie Nelson, “no dice o enseña nada en realidad. La acción sucede en otro lado”4.
El acogedor templo de Aristóteles se derrumba sobre nosotros. Y nos hace trizas. ¿Cuán tentador es observar el fuego consumirnos antes de exigir que cese?
Texto de Adrian de Banville
–
*Carlos Mariel actualmente presenta Cuerpo una exhibición individual en El Museo del Barrio, Nueva York.
1 Miwon Kwon, One Place After Another: Notes on Site Specificity, 1997 2 Carlos Monsiváis, Fuegos de nota roja, 1992
3 Maggie Nelson, The Art of Cruelty, 2012
4 Ibid.